Relatos y espectros.

Relatos y espectros.

Los fantasmas existen de boca en boca, de relato en relato a través de la memoria.

¿Qué sería de los muertos sin el recuerdo? Espectros sin rostros, moviéndose erráticamente entre este mundo y el otro, aterrados de su melancólica existencia.

Quizá todos hemos escuchado el relato de algún fantasma por medio de un familiar, amigo o conocido. Donde aseguran que lo que vieron y vivieron fue real.

Actualmente existen una cantidad desbordada de videos mal grabados (en su mayoría) sobre lo paranormal, solo falta teclear las palabras adecuadas en el buscador de YouTube y estaremos ante cientos de videos “top” donde se hace un conteo sobre los videos más siniestros de la semana. Voces de ultratumba, sombras, rostros desfigurados que flotan, objetos que se mueven de la nada, los hay al por mayor y los encuentro encantadores; no por la “evidencia que muestran” sino porque muchos de ellos resultan en cortometrajes con locaciones excelentes, casas abandonadas, edificios viejos, ruinas, hospitales abandonados, toda una delicia.  Pero hay cierto encanto en el relato, en la vivencia hablada. La selección de palabras, la intimidad, la cercanía con esa persona hace del relato sobre fantasmas algo especial.

Siempre tengo presente una historia que me contó mi padre. Nuestros padres repiten historias, cuentan una y otra vez anécdotas a los hijos; anécdotas que sirven para dar una lección o algún regaño, y estas mismas anécdotas tienen ciclos, se repiten a lo largo de los años. Y uno a veces toma la decisión de hacerse el sorprendido ante el relato ya escuchado.

Mi padre me ha contado esta historia una sola vez:    

Él se dedicaba a la industria del campo, específicamente a las refacciones para la maquinaría de campo. Tractores, bombas, motores, mangueras, todo lo necesario para el agricultor. Comenzó desde muy joven y poco a poco se fue haciendo de un gran negocio de refacciones agrícolas con varias sucursales. Pero antes de todo eso le tocaba llevar su maquinaria de pueblo en pueblo, encargos de los cuales el mismo se hacía responsable de entregar. Eran días de estar en carretera y con el estero a todo volumen. Mi padre no se quejaba, por el contrario, era algo que disfrutaba. Era un momento de cierta paz, nadie lo molestaba, no tenía que resolver algo más que la entrega, no tenía que hablar con nadie, se despejaba entre kilómetros y kilómetros de cerros, caminos y polvo.

Un día tenía que entregar unos molinos, eran varios según recuerda. Un viaje a un poblado lejano, eran tres horas de camino. Se alistó desde muy temprano, tomó un café y comió un pan antes de subir a la camioneta y agarrar la carretera. Todo iba bien, poco tráfico, buen clima y mientras manejaba lo invadía la tranquilidad del camino. No fue sino hasta que estuvo a una hora antes de llegar que algo llamó su atención. Un hombre caminaba al lado de la carretera y no era precisamente que algo extraño de ver, estaba acostumbrado a ver hombres caminado o montados en caballos, llevando mercancía o comida a poblados cercanos. Hombres de campo. Lo que llamó la atención de mi padre es que el que caminaba era un conocido suyo, más estrictamente un cliente suyo. Uno de los molinos que viajaba en la parte de atrás de la camioneta pertenecía a ese caminante. Mi padre no lo pensó dos veces, disminuyó la velocidad y con mucho cuidado se estacionó al lado de la carretera, a pocos metros delante de donde caminaba su cliente. Apagó el motor, quitó las llaves y bajó de inmediato.

—Don José ¿Qué anda haciendo a mitad de la carretera pues?

—Don Roberto, buenos días. Pues de camino al pueblo, ya voy tarde, ya ve como es uno y estas piernas ya no son las de antes.

Don José estaba entrando en los 70 años, ese día que lo vio mi padre tenía sus acostumbradas sandalias, sus pantalones de mezclilla, camisa abotonada y su sombrero para aguantar el calor. Pero, además tenía un costal que llevaba cargando en espalda.

—Oiga, traigo su molino, el que me encargó la semana pasada. Voy para el changarro de Gustavo a entregar varios y traje el suyo de una vez.

—A todo dar oiga.

—Pues vámonos Don José, yo lo llevo, súbase.

—No Don Roberto ¿cómo cree? Ando lleno de tierra, le voy a ensuciar la camioneta.

—Pues ¿por quién me toma? Vámonos, no hay problema.

Mi padre dio media vuelta y abrió la puerta de su camioneta, encendió el motor y levantó el seguro de la puerta del copiloto, pero Don José no subía a la camioneta. Mi papá lo pudo ver por el espejo retrovisor, Don José estaba inmóvil, con la vista perdida. Bajó de nuevo con la camioneta encendida e insistió, pero la respuesta de Don José fue la misma, lo intentó un par de veces más y nada.

—Tengo que ir solo Don Roberto, voy tarde, pero tengo que llegar solo.

Mi padre no lo volvió a intentar, se subió a la camioneta, vio por última vez al testarudo de Don José por el retrovisor y arrancó un poco molesto. No tardó mucho en llegar al pueblo, al entrar escuchó claramente las campanas de la iglesia y había muy pocas personas en las calles. Se estacionó cerca de la plaza, pasó por un puesto de nieves y pidió un agua de limón con muchos hielos para mitigar el calor, y ya con más calma, observó que había gente consagrada en la iglesia, se le hizo extraño pues no era domingo y decidió acercarse. Escuchó las solemnes palabras del padre y los llantos de la gente lamentándose. Preguntó qué pasaba a algunas personas que estaban a las afueras del templo.

—Don José falleció ayer, dicen que fue del corazón. Hoy es la misa con cuerpo presente.

Mi padre observó mejor al interior de la iglesia y vio, delante del sacerdote, un ataúd. Él sabía que Don José era muy conocido y querido en ese pueblo, no había casi nadie que no lo conociera o escuchara de él. Entonces dio media vuelta y corrió dejando el templo y la misa detrás de él. Se subió a la camioneta, entregó todos los molinos a excepción de uno y salió lo más rápido que pudo de ahí, me dijo que nunca miró de nuevo por el retrovisor de su camioneta.

Cuando le pido que me vuelva a contar esa historia sus ojos se pierden un poco como si tratara de encontrar algo que no está ahí y tiene un pequeño escalofrío, luego, me responde que no quiero hacerlo.

Estamos aquí, por lo menos hasta que llegue el momento de decir adiós y partir. Es creo lo que quería Don José, al caminar por última vez hacía el pueblo. “Estoy aquí, voy tarde para decir adiós, pero estoy aquí”

Este cuento fue publicado originalmente en el fanzine estoy aquí en su primera edición.

Por asaltos e inseguridad adiós a traslados nocturnos en carreteras: Amotac  - El Sol de San Luis | Noticias Locales, Policiacas, sobre México, San Luis  Potosí y el Mundo

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