Claudia y la invitación
Me ha dado por la reflexión, la contemplación de los eventos que tuvieron lugar en el pasado. Tratando de desenmarañar mi cabeza en estos tiempos turbulentos con respuestas del ayer.
Eso o simplemente es el tiempo libre que tengo de la tarea “Y” a la “X” en el transcurso del día y me gusta ponerme a pensar en tonterías.
En este caso en concreto me he puesto a pensar en las mujeres que han estado en mi vida a nivel amoroso, sentimental pues. Y para eso me remonto a la primera, a Claudia. Y ese salón donde un montón de niños de 6 años comían su lonche sentados en nuestro circulo azul en medio del salón, circulo que según esto servía para hacer nuestras juntas de trabajo, sí, usted leyó bien, niños haciendo juntas de trabajo. Instituto Pierre Faure, nos jodiste la vida desde una edad muy tierna, pero bueno eso es otro tema.
A punto de cumplir 6 años, emocionado y con la promesa de una fiesta de cumpleaños. Decidí hacer invitaciones personalizadas para todos mis amigos, y claro, también invitar a la niña que me gustaba. Tomé un montón de crayones, hice un dibujo para cada invitación, le puse lugar, fecha y hora como bien me indicó mi madre.
Y llegó el día de entregarlas, la de Claudia fue la última. Estoy casi seguro de que fue la primera vez, conscientemente, que experimentaba ansiedad, aunque claro, para un niño próximo a cumplir 6 años eran simplemente los nervios ante un posible rechazo a una invitación a comer pastel y jugar.
Hora de comer el lunch, sentados de nuevo en nuestro circulo azul ejecuté la mejor jugada que me dio mi cerebro para entregar la invitación. Arrojársela a la cara.
¿Cuál fue la respuesta de esa niña que tranquilamente comía su sándwich?
—Ay Roberto, no me estés arrojando tu basura.
Acto seguido tomó la invitación, la hizo bolito y me la arrojó de regreso.
No dije nada, no explique nada. Me sentía humillado, había perdido mis ganas de comer, tomé mis cosas y me fui a sentar a mi pupitre.
La fiesta llegó, la pasé bien, comí pastel, rompí piñata y recibí regalos. Pero el trago amargo no se me quitó durante un buen rato, tampoco la humillación.
Los años pasaron y pasaron, ahora con mi cerveza en la mano viendo por mi ventana como cae la noche, pienso en ese niño de 6 años y se me escapa un pensamiento, una reflexión que se lleva el sutil viento:
—Pinche niño todo pendejo con sus invitaciones y su mala comunicación.