El sueño de ceniza de los peregrinos
Dicen que ocurrió una noche en que la luna estaba ausente y el viento fue tímido, una noche en que las estrellas atestiguaron y brillaron hasta casi quemarse.
Cinco peregrinos venían de lugares lejanos y muy distintos.
Uno venía del mar. Cargaba con él un saco de huesos.
Otro venía del bosque, cargaba con un par de ojos.
De las montañas nevadas venía uno. Él cargaba con un frasco lleno de sangre.
Del desierto venía otro que llevaba un gran y pesado libro lleno de palabras, ideas y frases.
El último, pero no el menos importante cargaba con un gran cofre que en su interior contenía un corazón, él no venía de ninguna parte en particular.
Todos se reunieron alrededor del fuego como lo habían prometido hace mucho tiempo antes de que el tiempo fuera viejo. Todos y cada uno de ellos estaba cansado y marchito, su piel era negra y su cabello parecía de paja. Delgados como esqueletos, habían olvidado lo que era el hambre. Ni uno de ellos dormía ya, se les fue negado el sueño de los hombres. Todos eran viejos, tan viejos que habían olvidado el sueño de la ceniza, pero lo anhelaban.
Nadie de ellos dijo nada. Contemplaron el fuego, miraron las estrellas. Y uno a uno, de manera meticulosa, fue depositando delante de ellos el tesoro con el cual cargaron de lugares tan lejanos.
Un corazón.
Un libro.
Un frasco lleno de sangre.
Un par de ojos.
Un saco lleno de huesos.
El fuego era grande pero gentil. Sabía que lo que fue pactado sería cumplido, todo en su momento. Los tesoros debían de arder.
Los peregrinos entonces se miraron unos a los otros, casi no se reconocieron, aunque en otro tiempo fueron hermanos, ahora sus caras maltrechas por lo recorrido distaban mucho de lo que en otra vida fueron rostros amables y familiares. El que no venía de ninguna parte se hizo hacia atrás, apartándose de sus hermanos. El fuego advirtió que algo estaba mal, esto no era parte del plan.
Los cuatro peregrinos restantes murmuraron algo, algo que el fuego no entendió. Pero las estrellas si entendieron el lenguaje de los marchitos marchantes, se estaban despidiendo y le deseaban suerte a su hermano. Los cuatro se tomaron de las manos y avanzaron hacia al fuego, el fuego gritó calumnias de traición, pero no importó. Los cuatro hermanos ardieron y alcanzaron su sueño de ceniza.
El peregrino restante vio a sus hermanos arder y uno a uno fue recogiendo los tesoros depositados delante del fuego. Los depositó con cuidado en el gran cofre. Luego se ató el cofre a la espalda con unas cadenas y comenzó a caminar de nuevo, dejando al iracundo fuego atrás que gritaba y lanzaba maldiciones para toda la eternidad.
Dejó atrás a los peregrinos y a su sueño de ceniza, dejó atrás una promesa que fue cumplida y se fue con los tesoros de sus hermanos.
Las estrellas aún hoy en día observan a aquel peregrino caminando y cargando con un gran cofre atado a su espalda con cadenas.