Ana y el tren

Ana y el tren

Ana se encontraba exhausta, había caído rendida en el sillón después de destapar una cerveza. Y es que la mudanza había sido muy complicada; no sólo por la logística de traer sus cosas y encontrar un flete más o menos económico, guardar todo en cajas y no olvidar nada, sino porque todo ese día sintió que algo dentro de ella se derrumbaba con cada cosa que sacaba de su viejo departamento, aquel que compartió durante seis años con Silvia.

Con el primer trago que le dio a la cerveza se sintió mejor, echo la cabeza para atrás del sillón y pudo contemplar la humedad que se colaba a través del techo, de inmediato se sintió terrible. El departamento al que había conseguido mudarse no le gustaba ni un poco. Tenía un color amarillo que impregnaba las paredes, además el piso era de mosaicos blancos y negros, la cocina tenía gavetas que rechinan o estaban por caerse, la estufa se encontraba llena de aceite quemado y adherido a la superficie y aparte daba la impresión de que era una verdadera antigüedad que estaba a punto de dejar de funcionar. Todo en ese departamento estaba mal, ella no quería estar ahí, ella no escogió estar ahí. Pero lo que más odiaba Ana, era vivir frente a las vías del tren, por eso la renta le salió tan barata y el deposito fue una cosa de risa, una mera formalidad. Su departamento se encontraba en el primer piso, era el número uno de un edificio entero que tenía que lidiar con la vida frente a las vías, con ese ensordecedor sonido que lo apaga todo durante minutos.

Su celular vibró en la bolsa de su pantalón y pudo sacarla del deprimente trance en el que se encontraba, era su padre quien la llamaba.

—Ana, hija. ¿Cómo va todo?

—Hola Pá, bien. Ya traje la última caja y los del flete acaban de irse. —Contestó Ana dando un profundo trago a su cerveza.

—Bien hija, ¿necesitas algo más? ¿Ya comiste? Puedo pasar por ti y vamos por esas hamburguesas que tanto te gustan.

A Ana se le hizo un nudo en la garganta, en verdad quería ver a su padre, quería abrazarlo como cuando era pequeña, quería su hombro para llorar todo lo que no había podido llorar ese día. Pero al final declinó la oferta de las hamburguesas por orgullo o quizá fue porque no quería darle más lata a su padre.

—No Pá, en serio estoy bien, ya han hecho mucho por mí. No sé qué hubiera hecho sin ustedes, esto…es…

—Ana por favor, no te íbamos a dejar desamparada y créeme, si tuviéramos más dinero te lo daríamos para pagar un mejor lugar. Entiendo que no quieras regresar a la casa, sería dar cinco pasos atrás de los tantos que has dado hacia adelante. Es una mala racha hija, esto pasará. Encontrarás un nuevo empleo, te levantarás. Conocerás a alguien más y…

—Papá por favor, es muy pronto todavía. —Contestó Ana entre sollozos.

—Perdóname Hija, tienes razón. Sólo que a veces soy demasiado impulsivo con lo que digo.

—No Pá, está bien. ¿Oye y mi mamá?

—Aquí esta hija, ya sabes que te manda muchos saludos y está muy preocupada por ti.

—Sí, lo sé.

La madre de Ana había cambiado desde que se enteró que viviría con Silvia. Una cosa para ella fue aceptar que nunca tendría nietos y que su hija anduviera con una mujer, pero ¿vivir con una? Eso a la madre de Ana se le hacía demasiado, con el tiempo fue asimilando la idea y claro que seguía queriendo a Ana, pero entre ellas se había formado una barrera que ninguna de ellas supo cómo derrumbar, el padre de Ana funcionaba la mayor de las veces de intermediario entre ellas.

—Hija, ya sabes que tu madre te adora y ella hubiera preferido que te vinieras para la casa a tratar de acomodar tu vida, pero tú fuiste muy insistente, yo entiendo.  —Dijo el padre con la voz baja, tratando de que su mujer quien estaba a pocos metros no entendiera lo que decía exactamente.

—Sí Pá, eso también lo sé, oye te tengo que dejar, todavía tengo que acomodar la cama y ciertas cosas para poder dormir bien hoy. Yo paso a desayunar con ustedes el fin de semana.

—Te quiero hija, nos vemos pronto. Todo va a mejorar, aunque en este momento no lo creas y no lo veas así.

—Te quiero Pá, los quiero.

Ana puso su celular en sus piernas y con mucho cuidado depositó la botella de cerveza a medio tomar en el suelo. Se quedó viendo la gran ventana de la sala, esa que daba a la calle, esa que daba a las vías del tren. Sintió un cosquilleo en la garganta y se preparó, sabía lo que estaba por suceder. Su mente la bombardeó con recuerdos, con palabras, con sensaciones, la atacó y ella no se defendió. El departamento comenzó a temblar un poco, Ana no se movió, sabía de lo que se trataba, a lo lejos pudo escuchar claramente ese particular sonido. El tren estaba por llegar.

Ana se rompió, no se contuvo más, tenía ganas de estallar. Comenzó con un sollozo que se transformó en un torrente de lágrimas, se sujetó la cara con ambas manos y palpó la humedad de su cara, el tren pasó a toda velocidad provocando que el lugar se sacudiera por completo, sofocando cualquier sonido en ese pequeño departamento, reduciendo a Ana quien se tiró al suelo gritando. Se dobló sobre su dolor, no opuso resistencia, su espalda se curveó y sus piernas se encogieron. Sus dos puños dieron fuertes golpes al suelo con un sonido que se volvió hueco. Ana no se escuchaba a sí misma; durante un instante miró hacia la ventana y a través de la cortina blanca pudo ver al tren pasar, pero algo extraño también se encontraba fuera del departamento. Una sombra se postraba en ese gran ventanal del otro lado. Ana se extrañó, pero el dolor la distrajo del miedo, de la duda, del momento. Limpió sus ojos y la sombra había desaparecido junto con el tren y el sonido. A Ana se le había terminado el llanto y fue invadida por uno de los peores agotamientos que ha tenido en toda su vida, su cuerpo le exigía que se fuera a la cama. Se quitó las lágrimas con las manos, absorbió fuerte los mocos de su nariz y trató de recuperar compostura. Llegó a lo que sería su nuevo cuarto, encontró su cama desarmada contra la pared y el colchón matrimonial en el suelo, varias cajas abiertas con su ropa y sus cosas. Al verlas casi se vuelve a ir al suelo, pero resistió y se dirigió al baño. Al entrar y encender el interruptor se dio cuenta que la luz parpadeaba, al foco no le quedaba mucho. El baño reveló una tina vieja con mucho óxido del lado izquierdo y una regadera malgastada, vieja y muy grande que estaba segura de que también tendría que arreglar. Dio un gran suspiro y se miró en el espejo donde su reflejo le reveló algo que no quería ver: su rostro, sus arrugas, su edad y su frágil persona.

Se odió a sí misma y tuvo una urgencia de ir a terminarse esa cerveza que había dejado abandonada en la sala, tendría que ir por más esa noche, quería estar borracha, lo suficiente para no recordar nada. Pero antes abrió la llave del lavabo, no salió agua inmediatamente sino un hedor a óxido y un pequeño y ahogado sonido, luego el agua salió con mucha presión y al rebotar con el lavabo mojó los pantalones de Ana y su blusa. Otro suspiro.

Mojó su cara y volvió a echar otra mirada al espejo, en efecto, ahí seguía ella, que decepción. Ana se quitó sus pantalones y su blusa mojada, las dejo en el suelo, pensaba que ahora no importaba recoger nada y quizá así sería en los próximos días. Se contempló de nuevo en el espejo; semidesnuda, con su piel morena y sus lunares arriba de sus pechos, esos lunares que volvían loca a Silvia y se la vivía besándolos cuando las dos pasaban todo el domingo en la cama. Luego observó su vientre y tomó el exceso de carne con una de sus manos; como aborrecía esas lonjas que tenía desde hace ya tantos años, esa carne flácida y estancada que siempre apretaba hasta al punto de dejarle moretones en los costados del estómago. Ana recordó cómo se criticaba a si misma cada vez que compartía la regadera con Silvia, se hacía menos frente a ella, esperando que Silvia le dijera algo, lo que fuera; que exageraba, que era hermosa, que le encantaba esa parte suya. Silvia en cambio no decía nada la mayoría de las veces, al momento que Ana comenzaba su parloteo sobre su figura esta la callaba con un beso mientras le sostenía con una mano la nuca. A Ana le encantaba ese beso que la silenciaba y le hacía olvidarse de todo, en especial de ella misma.

Ana sintió de nuevo el cansancio que la obligó a irse directo al colchón, ya no le interesaban aquellas cervezas. Quería dormir y esa noche lo consiguió.

El sol golpeó su cara a la mañana siguiente, recordándole que era un nuevo día, que aún existía. Lo que menos quería hacer era levantarse y comenzar a acomodarlo todo e ir al super para tener algo que comer en los próximos días. Al levantarse, todo lo que había pasado en los últimos meses le cayó como una gran piedra sobre su espalda, se sintió pesada y adolorida. Mientras se encaminaba hacía el baño recordó cómo la despidieron de su trabajo en el periódico. Su jefe la mandó llamar en sábado, cosa que ya no era normal, ella cubría un turno muy específico de lunes a viernes. Iba con temor y nervios, siempre que le tocaba hablar con su jefe se ponía así y es que, para no perder la tradición sobre el tema de los jefes, él de ella era un verdadero imbécil. No entendía cómo él estaba a cargo, no hacía nada bien, pero se encargaba de varias áreas. Nadie en el periódico lo respetaba, todos hablaban mal a sus espaldas, pero a final de cuentas era el jefe, el encargado, el que decía quién estaba y quién no. Ni siquiera se tomó la molestia de hablar con ella en la oficina, habló con ella en el comedor de empleados sin mirarla ni una sola vez a los ojos.

—Pendejo cobarde. —murmuró Ana mientras abría la llave caliente de la regadera, que, para su poca sorpresa, no salió caliente. El boiler estaba apagado. Ana entonces contempló la regadera, vieja y antigua. Se notaba que estaba ahí desde hace muchos años y cambiarla sería toda una hazaña. Al final pensó que no valdría la pena. Ana se bañó con el agua helada, eso la hizo despertar, pero no dejó de pensar en el imbécil de su ex jefe.

—Esto no está funcionando Ana, no funcionas aquí. —Recordó esas palabras y tuvo ganas de volver a la cama, pero no lo hizo. Se alistó para ir al super.

En la sala antes de salir escuchó de nuevo lo inminente. El tren de nuevo. Recogió la cerveza que dejó el día de ayer, tiró lo que quedaba en el lavabo y entonces el sonido llegó de nuevo y el departamento se sacudió. Las gavetas flojas de la cocina hicieron un escándalo, Ana pensó en comprar un desarmador. Mientras pensaba en esta idea pasó de nuevo, pero ahora la sombra no estaba afuera. Estaba en la puerta, dentro su casa, y ahora sin los ojos llorosos y la cortina translúcida pudo verla mejor. La sombra era mucho más grande que ayer, además tenía una silueta parecida a la de su ex jefe. Ana dio un paso hacia atrás. El tren seguía su marcha y el ruido imperaba en el lugar. La sombra no se movía, pero tenía esa posición que ella ya conocía. La espalda ligeramente encorvada, la vista inclinada hacia la derecha viendo hacia el suelo, la mano derecha tenía el puño y la izquierda la palma abierta que sacudía constantemente, las piernas estaban en un ligero arco con ambos pies apuntando hacia extremos contrarios. No había duda; Ana conocía a quién pertenecía aquella sombra. Corrió a toda prisa hacia su cuarto y cerró la puerta de un golpe, buscó su celular por todos lados. Estaba en su colchón y al tomarlo el tren dejo de pasar y con ello el sonido desapareció. Pensó a quién marcar ¿La policía? ¿Su padre? ¿A la que era su oficina? La última fue la opción.

El timbre de marcar comenzó a sonar y Ana pensaba que se iba a desmayar sino es porque del otro lado de la línea escuchó una voz.

—Oficina del licenciado B. ¿En qué puedo ayudarlo?

No había duda, era la voz de él, la distinguiría en donde fuera, después de 4 años en ese lugar podía reconocerla. Ana colgó, y se sintió impotente y ridícula. Luego de manera muy tranquila, abrió la puerta, la sombra no estaba. Ahora ya no se sentía impotente, solo estúpida.

No quería pensar en lo que acababa de ocurrir, no quería entrar en ese juego donde la lógica tiene que aparecer y hacer su jugada, explicando el qué y cómo había ocurrido aquello. Entonces se lo dejó todo a su estado emocional, sus nervios destrozados por todo lo ocurrido en los últimos meses y su creciente ansiedad. Sólo rezó no necesitar un psiquiatra pronto, no porque la idea de ir con uno le desagradara, más bien no podía costear uno en su actual situación económica. Ana prendió el boiler y salió al supermercado, trató de estar fuera el mayor tiempo posible, lo menos que quería era estar con ella misma dentro de ese departamento.

Los días pasaron, entre acomodar muebles y limpiar suelos, acomodar libros, llenar las alacenas, cocinar un poco y llorar otro tanto. Ana trataba de ocuparse como podía, no importara que fuera en tonterías, ella sabía que en el momento que se detuviera, el recuerdo de Silvia invadiría su cabeza y las caricias se convertirían en fantasmas que gritan porque olvidaron su nombre. No quería eso, no podía permitirse eso. Tenía que buscar empleo, sí, tenía que hacer ejercicio, tenía que recuperarse a ella misma. Ana había olvidado el incidente de la sombra, quizá se debía a que durante los siguientes días no escuchó al tren, quizá porque salía seguido del departamento, en fin, no importaba.

Por las noches Ana sentía como si algo le apretara el pecho, esta sensación la tenía desde que el sol comenzaba a ocultarse, algo fuerte la oprimía y en ocasiones sentía que lo único que podía hacer era tirarse a llorar, pero se prohibía eso a ella misma. Tenía la idea que si se dejaba caer de nuevo, no podría levantarse, entonces, se tragaba todo aquello, toda esa sensación se acumulaba en la garganta y en los pulmones. Tan sólo se permitía un pequeño sollozo oculto entre la oscuridad, algo intimo sí, algo que quedara entre las paredes de aquel departamento y ella, los vecinos no tenían ni deberían de escucharla así, no importara lo rota que estuviera, no se iba a permitir eso.

—No funciono. —Decía oculta debajo de las sábanas, como si se tratara de una niña asustada de la oscuridad que le rodeaba.

Entonces el sonido regresó y el departamento tembló de nuevo. El tren estaba aquí. Casi por reflejo, Ana salió de entre sus sabanas y en el marco de la puerta de su cuarto, que había dejado abierta, estaba la sombra, pero ahora era distinta, muy distinta.

Era su madre. Con aquel cabello esponjoso y ondulado, con la espalda recta y los pies juntos y derechos, las manos juntas que descansaban debajo del vientre. La sombra de su madre frente a ella, en el marco de la puerta, igual que cuando era una niña.

Ana intentó gritar, no pudo. Intentó moverse, no pudo. Su cuerpo temblaba, no podía controlarlo. La única luz encendida fue la de la calle que se filtraba tímida a través de ese faro que colgaba por la ventana, mientras que, gracias al tren, la luz se convirtió en algo intermitente que invadía todo el departamento. Pero la sombra de su madre hacía presencia nítida y espectral, clara y sin error a una imaginación volátil, a una suposición errónea, estaba ahí en el marco de la puerta. Ana sentía que se ahogaba, sentía que algo dentro de ella se apagaba, pero con mucho esfuerzo las palabras comenzaron a tomar forma en su lengua, para luego ser escupidas cual sollozos en aquel departamento.

—¡Mamá! Por favor, perdóname ¡Mamá! Ya no volveré a portarme mal, pero por favor perdóname, no me mires más así, no te quedes callada en el marco de la puerta. Di algo, lo que sea mamá, dime que me odias, dime que te rompí el corazón aquel día, dime que te decepcione. Por favor di algo.

Las lágrimas brotaron de los ojos de Ana y las palabras se terminaron. Ana lloró hasta quedarse dormida esa noche con el miedo de no saber si el día de mañana podría ponerse de pie.

Llegó la mañana y Ana se encontraba sentada en la tasa del baño, la regadera estaba abierta y el agua caía dentro de la tina, el vapor del agua caliente se esparcía por el pequeño espacio, los espejos eran reflejos brumosos colgados en las paredes. Desde su cuarto se escuchaba continuamente su celular timbrando, se trataba de su padre que llevaba llamando desde hace una hora, ella no pensaba contestarle, no ahora. Ana sostenía en sus manos la toalla que pertenecía a Silvia, fue lo único que se llevó de ella, de aquel departamento del cual salió echando pestes y envuelta en rabia. Se gritaron desde que llegó la mudanza.

Ana nunca había amado de verdad a alguien hasta que conoció a Silvia. Las y los que precedieron a Silvia fueron cosas pasajeras, cosas de la edad, de algún exceso de copas, de la necesidad por compartir la cama durante una noche.

Silvia fue un principio y un fin. Un amanecer y un anochecer.

Ana encontró unas cartas que no eran de ella, regalos que no eran de ella. Mensajes en el celular que no eran de ella, suspiros que no eran por ella. Silvia alegó y discutió que todo se trataba de un error, una confusión. Después de eso agregó que fueron los años, la monotonía, que era algo normal. Luego habló de lo necesitada que era Ana, de esa exigencia agobiante a ser salvada. Luego habló de los platos no lavados, del dinero que se debía de la renta y otros gastos y al final tanto Ana y Silvia no sabían muy bien de qué discutían, solamente se hacía más evidente el gran abismo que las dividía.

El tren se aproximaba, los espejos comenzaron a temblar y Ana se quitó su ropa interior mientras lloraba, se metió a aquella tina con el agua caliente sosteniendo entre sus manos lo único que le quedaba de Silvia. Un recuerdo, un pedazo de tela, eso fue todo después de 6 años. Ana se sentó en la tina y las lágrimas se confundieron con el agua que caía en su rostro, el tren había llegado y el ruido que provocó fue más intenso que los días anteriores, Ana no podía escuchar su propio llanto.

La sombra apreció y Ana la reconoció de inmediato. Cabello largo y ondulado hasta los pechos, los hombros firmes y derechos, bien alineados. Los brazos cruzados y la cabeza ligeramente inclinada hacia el lado derecho, las piernas juntas y largas. Ana se puso de pie sin dejar de llorar, sin dejar de gritar. Ana comenzó a pelear, a discutir casi por reflejo, pero la sombra no le contestaba solo la observaba. Los espejos del baño comenzaron a caerse y romperse en el suelo, pero Ana no escuchó eso, Ana no escuchaba nada más que el ruido agobiante del tren. La sombra de pronto tomó a Ana del cuello y la levantó de la tina.

Ana se aferraba al húmedo pedazo de tela que seguía sosteniendo en sus manos, la sombra no dejaba de apretar la tráquea de Ana. Y entonces algo ocurrió: la sombra comenzó a perder su negrura, como si se tratara de una capa densa y negra que cubría algo más y se diluía entre el agua y escapaba por la coladera. Ana logró ver el rostro de Silvia, quien la miraba como aquella ocasión en que salieron por primera vez, como cuando se emborracharon por primera vez, como cuando se abrazaron debajo de la luna por primera vez. Cómo cuando el primer “te amo” fue pronunciado por ambas.

Ana dejó de llorar y gritar, sonrió antes de morir.

Pasaron varias horas para que la puerta de aquel departamento se abriera de nuevo. Era un tumulto de varias personas, el padre y la madre de Ana entre ellas, el casero y algunos oficiales de policía. Sus padres entraron gritando el nombre de su hija, pero nadie les contestó. Avanzaron hacia el baño guiados por el sonido del agua estrellándose contra la tina y las paredes. El departamento comenzó a temblar de nuevo, el casero explicó que se trataba del tren, que no tardaba en llegar. Entraron al cuarto, luego al baño y el tren llegó con su sonido y su furia apagando los gritos del padre y la madre de Ana al encontrar a su hija colgada de la regadera con una toalla blanca.

 

Ilustración por Angello Dallen angelodallen@gmail.com

 

 

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