Todos olvidamos en algún momento nuestro nombre.

Unos lo olvidan durante algunas semanas o quizá meses, otros durante años, pero los más desafortunados lo olvidan durante toda su vida.

Olvidamos nuestro nombre en la nieve o por lo menos así me ha pasado a mí. Fue durante una tormenta en un valle rodeado por montañas, en donde ver el cielo era una tarea imposible.

He escuchado de otros que lo han olvidado en el fuego o un río y algunos se los ha arrebatado la lluvia, otros lo olvidaron cuando fueron seducidos por el mar.

Hasta escuche un caso de alguien que lo olvidó con tan sólo mirar a la luna. Pobre infeliz.

Hay que tener cuidado con los cuervos ya que a ellos les gustan los nombres; esperan paciente entre las ramas de los árboles o el tejado, observando y esperando a que estemos distraídos para arrebatárnoslos y entonces cuando lo hacen graznan emocionados por su botín.

Es difícil cuando olvidamos nuestro nombre.

Es terrible no recordar cómo nos nombró nuestro padre e ignorar a nuestra madre que en súplicas clama que volvamos a casa, pero no escuchamos porque olvidamos.

Olvidar quien eres, no reconocer tu propio reflejo en el espejo; mirar tus manos y sentirte un extraño para ti mismo. No recordar el sonido de la lluvia que golpeaba la ventana de tu cuarto cuando eras niño, olvidar el eco de tu propia risa cuando se jugaba entre castillos abandonados, olvidar el sonido de tu propio llanto envuelto entre tus sábanas, desconocer tus propias lágrimas. El infierno está en nosotros, en el olvido de uno mismo.

Me pregunto en qué momento olvidé el mío a principios de este año.